Jane Eyre

Parece imposible aportar algo nuevo cinematográficamente a un clásico de la literatura como “Jane Eyre”, ya que la novela ha tenido múltiples adaptaciones. Hay que ser valiente para proponer una nueva al espectador, conocedor ya del argumento, por lo que el elemento sorpresa se puede resentir, o no, sobre todo si se hace una película con una modélica puesta en escena e interpretaciones irreprochables.
Es evidente que Jane Eyre pertenece a la estirpe de películas de época con una heroína inmaculada, cuyo corsé, que lleva en su cotidianeidad, es el reflejo de lo encorsetada que es la sociedad en la que vive. Jane, educada en un orfanato, es contratada como institutriz, por un señor acomodado. La aislada y sombría mansión, así como la frialdad del dueño de la casa ponen a prueba la resistencia y la fortaleza de la joven. Sin embargo, después de reflexionar sobre su pasado, su curiosidad le empuja a regresar para averiguar el secreto que oculta el señor Rochester.
Un dios salvaje

La trayectoria de Roman Polanski corrobora que es un director que se mueve como pez en el agua en espacios cerrados y atmósferas claustrofóbicas que van minando a los personajes hasta descarnarlos y mostrarlos con su verdadera, y casi nunca complaciente, naturaleza. Estos son argumentos suficientes para que la obra de teatro de Yasmine Reza del mismo nombre haya encontrado acomodo en el mundo cinematográfico del director polaco.
Película inteligente para un público no menos sagaz, “Un Dios salvaje” es una honda y lúcida radiografía de la sociedad actual a través de cuatro protagonistas: dos matrimonios que se reúnen, al principio de forma civilizada, para hablar de la reciente pelea que han tenido sus hijos en un parque. Ese conflicto es el anticipo de otras colisiones sociales que pueden parecer baladíes pero que, sin embargo, generan episodios que violentan a los protagonistas. Porque el encuentro no es más que la punta de iceberg de la condición humana y de la sociedad contemporánea, en la que los comportamientos y hábitos deben ser pulcramente correctos, casi asépticos, en busca de una perfección tan artificial como artificiosa.