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Ese amor desesperado

Escrito por: Norberto Alcover
Enero - Febrero 2013

En un momento dado y tras acariciarle las manos con infinita ternura para que la enferma se tranquilice, el hombre coloca una almohada sobre el rostro de la paciente y la aplasta convulsamente hasta que muere asfixiada. Se acabó. No hay premeditación. No hay crueldad. Y
por supuesto, nada de frialdad. Solamente un amor desesperado y la necesidad de que el sufrimiento acabe de una maldita vez. La urgencia de que la persona amada deje de susurrar palabras incomprensibles, de contemplar su impotencia absoluta, de asistir al desmoronamiento de tanto tiempo pretérito lleno de cariño, de caricias, de amor en fin. La muerte como conclusión de un viaje ya consumado. Y cuando el hombre ha conseguido liberar a la mujer del dolor, la mujer se lo lleva misteriosamente camino del mismo destino. Han vivido juntos y morirán juntos también. Queda ella en la cama matrimonial rodeada de flores, colocadas con una delicadeza perfecta. Una especie de gala nupcial postmortem.

El hombre se llama George y está interpretado por un maduro Jean Louis Trintignant. La mujer se llama Anne y aparece en la carne y en el espíritu de una insuperable Emmanuelle Riva. Son profesores de música, personas exquisitas, educadas, elegantes, que viven, ya, de recuerdos y de discípulos triunfadores. Derrochan ese amor detallista propio de una pareja culta, pudorosa y discreta. Dos en uno, pero sin sofocarse. Y de pronto Anne se hunde progresivamente en una hemiplejia, acogida con una ternura del todo extraña en un director como Michel Haneke, implacable, durísimo, agresivo. Ahí están La pianista (2001), Caché (2005), La cinta blanca (2009), un tríptico de absoluta envergadura terribilista en el cine contemporáneo... pero a la vez capaz de alcanzar instantes de una piedad y compasión que nos acogota de tan perfecta como resulta su pantalla. El dolor del amor.

El arte siempre supera nuestra vida. Parte de ella pero la lleva hasta límites inesperados. Incluso, el arte lleva nuestra vida hasta esas zonas que nosotros detestamos porque nos humillan, porque están más allá de nuestras categorías, de lo que se debe y no se debe de hacer. Parece que el arte, en ocasiones, destroza la ética al uso para transgredirla de pura desesperación, porque el artista se siente capacitado para objetivar nuestras zonas aparentemente oscuras. Lo había hecho el Bosco y más tarde Miguel Ángel y, por supuesto Picasso, y en cine nos damos de bruces con Bergman, con Visconti y, por supuesto, con Haneke y tantos otros. El artista nos lleva de la mano hasta donde la sociedad nos ha enseñado que no debiéramos llegar. Y puede que con razón, pero de forma demasiado elemental, lógica, estereotipada, un tanto alejada de la vida urgente. Dicho de otra manera, hay cosas que están mal pero que nos ayudan a comprendernos mejor a nosotros mismos. Es la fuerza del escándalo.Es el hecho de que las criaturas tenemos ramalazos de omnipotencia. De amor desesperado.

Nuestras vidas amantes son edificios maravillosos como ese excelente Guggenheim de Bilbao. Vaya que sí. Pero solamente relucen y explosionan de verdadero amor cuando el sol mañanero de la pasión desesperada incide sobre el titanio y lo vuelve reluciente, ardiente, platino puro y bellísimo. En ocasiones, hasta la exageración, pero casi siempre capaz de llevarnos más allá de toda lógica, hasta acabar sumergidos en la quietud amante rodeada de flores. Es un misterio que preferimos desconocer. Pero entonces, apagamos la llama con la que arde el titano y en lugar de relucir se torna gris y apagado.

La historia de George y Anne nos ayuda a ser más humanos. Y a que nuestro titanio reluzca con la llama de un amor desesperado.©


Norberto Alcover

Colaborador de la revista Crítica - Cultura y fe: titanio reluciente -.


 

 

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