
El Sol sobre el papado

Recuerdo que, hace tres años, visitaba Roma en compañía de dos matrimonios, entregados todos al rito tantos años soñado de gustar ese “sabor a miel” que despide la ciudad tan eterna como humana. Estábamos en un hotelito cercano al Trastevere, un pelín alzado sobre el suelo del popular barrio romano, y desde nuestras ventanas contemplábamos la cúpula vaticana, perdida entre tantísimas cúpulas como saturan el cielo de la Roma cristiana y católica.
Uno de los días y al atardecer, las cúpulas todas, y también la papal, comenzaron a colorearse de una mezcla electrizante de amarillos, anaranjados y algún que otro detalle azulado: qué maravilla y qué temblor interior, todos apiñados en una misma ventana sin poder intercambiar palabra, introducidos en el íntimo misterio de un paisaje que nos superaba por completo. Sonaban algunas campanas aquí y allí, y todos tuvimos la sensación de quedar atrapados por alguna realidad superior que nos convertía en personajes de ciencia ficción, capaces de volar sobre la ciudad y penetrar en cada uno de sus misterios, esos misterios romanos donde se entrecruzan las atractivas pizzas y las Vírgenes estáticas del Renacimiento.
Recuerdo, y todavía hablamos de tal situación quienes la vivimos, que jamás nos sentimos tan unidos y fundidos en la amistad, una amistad llevada más allá de todo vínculo humano como sucede cuando se escucha una melodía de Mozart o se visiona alguna imagen de Rossellini. El misterio de las cúpulas doradas por la luz del atardecer, se había convertido en nuestra propia luz… pero también nuestra mirada sobre las cúpulas doradas prestaba a éstas su auténtico sentido de “cúpulas creyentes”. Tal para cual.
Muchas veces he pensado en el profundo significado de aquel momento, porque apenas duró unos minutos y sin embargo permaneció para siempre en nuestras vidas. Ya lo he escrito en otras ocasiones en estas líneas de “Titanio Reluciente”: la realidad como la vida es maravillosa, y está ahí mismo, pero si nosotros no la miramos, carece de sentido histórico y hasta humano, hasta perderse en la nada de la irrelevancia. Una relación semejante a la existente entre Guggenheim y su necesario sol iluminante de las bellísimas láminas de titanio como olas en un mar metálico. Aquel día en Roma, nosotros, los visitantes, con nuestras miradas dimos sentido e iluminamos las cúpulas de la ciudad humanamente tan eterna, y éstas se convirtieron en servidoras de la cúpula por excelencia, la de San Pedro, que señala la eternidad del poder de Dios y de su misterioso sucesor, el habitante del Vaticano, el Papa. Siempre sucede así. La realidad se trasforma y cobra sentido cuando tomamos conciencia de ella al mirarla, determinarla, tal vez decirla.
Todo ha cambiado, aunque todo estuviera cambiado de antemano. Pero mirar las cúpulas romanas, y sobre todo la cúpula petrina, desde una ventana del hotelito del Trastevere, me llevó/nos llevó a descubrir el sol del papa Francisco poniéndose sobre el Vaticano. El papado, así, quedaba redimido de todas sus oscuridades y desde él salía una sanación que lo inundaba todo. Laus Deo.©
Norberto Alcover
Colaborador de la revista Crítica - Cultura y fe: titanio reluciente -.

Utopías del siglo XXI
El monográfico de éste número tratará de definir nuestra meta, aquello hacia lo que nos dirigimos, el motor que mueve el mundo, ese lugar que parece inalcanzable y parece alejarse un paso con cada paso que damos: Las Utopías del siglo XXI. El Ecosocialismo, el feminismo como utopía, las ideologías que abanderan utopías, la educación para todos, los Objetivos del Milenio marcados por la ONU, el movimiento de los indignados basado en otros mundos posibles, la economía sostenible, Movimiento por la Paz, el liberalismo, la utopía de vencer la enfermedad, la belleza y juventud eterna, el perfil de las personalidades utópicas…
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