Y tú, ¿a qué tienes miedo?

La mayor parte de los males que le suceden al ser humano, le suceden por miedo. Nuestro corazón está lleno de angustia y desesperanza, vivimos resquebrajados y divididos por miedos incontables. Cada uno y cada una conoce los suyos: desde el que teme caminar por una calle solitaria, hasta el que ve como algo inminente el fin del mundo, desde el que teme subir solo en el ascensor, hasta el que teme quedarse sin trabajo con tres hijos que mantener, desde el que teme abrir la puerta de su casa por si es atacado, hasta la mujer que vive aterrorizada por las palizas de un marido maltratador, desde el que teme no ser reconocido por sus cualidades y sus valores, hasta el que no quiere comprometerse de por vida ni con nadie ni con nada porque “a lo mejor no resulta” o “porque toda la vida es demasiado tiempo”, desde el que cada mañana teme salir a la calle por si la policía le pilla “sin papeles”, hasta el que ve cómo su vida se desmorona al enfrentarse a la enfermedad... Nuestro miedo es un fardo que nos empobrece, empequeñece y nos consume. Nos parece que el mayor acto de valor al que estamos convocados es el de perder el miedo a la muerte, cuando la tarea más importante y más urgente que tenemos entre manos es perder el miedo a la vida. Para perder el miedo, por tanto, nunca es imprescindible cambiar aquello que se teme, sino nuestra manera de mirarlo.
Hijos de nadie

Los medios de comunicación tienden a bombardearnos con imágenes de niños y niñas de todo el planeta en situaciones extremas de marginación, trabajo infantil, niños soldados, explotación sexual… Y, en España, aunque nos parezca irreal, la tasa de pobreza de los menores de 16 años sigue siendo superior a la tasa del resto de la Unión Europea. Y junto con España, comparten tal vergüenza Italia, Portugal y Reino Unido.
El número de menores condenados por sentencia firme aumentó en nuestro país un 3,8% en 2010; el 84,1% fueron varones y el 15,9% mujeres. Tres de cada cuatro era de nacionalidad española. Los delitos de mayor incidencia fueron los robos. Por otra parte, los delitos de violencia doméstica, en los que las víctimas son los padres, han aumentado casi en un 300%. A raíz de estos datos cabe preguntarse: ¿Nuestras políticas de atención a los menores son eficaces? ¿Lo son nuestras leyes de protección al Menor y a las familias? Invitamos a nuestros lectores con este nuevo número de Crítica a realizar con nosotros esta reflexión con el doble fin de recordarnos nuestra responsabilidad y como llamamiento a la acción cuando se detecten injusticias y violaciones de los derechos con el sector más frágil de nuestra sociedad, es decir, tanto con los hijos de la pobreza y de la exclusión social, como con los hijos de la comodidad, el vacío, la soledad y el consumo. En su mayoría hijos de nadie, en definitiva.
Demasiadas personas en prisión

Los progresivos endurecimientos del código penal español han llevado al país a una situación insostenible que queda evidenciada cuando se compara con Europa. España es uno de los países del entorno de la Unión Europea con menos tasas de delincuencia (el 45,8 por cada 1.000 habitantes), sin embargo, es uno de los Estados miembros con más gente en prisión.
Los efectos negativos de la estancia en prisión están más que contrastados. Sin ir más lejos, la Ley que regula las instituciones penitenciarias reconoce en su preámbulo que las prisiones son un mal necesario1. Pocas leyes se conocen con un arranque tan rotundo. Y, a pesar de ello, la población penitenciaria española no deja de crecer y las cifras sorprenden por su envergadura: desde el año 2000 el número de reclusos en España ha aumentado un 65,1%. Según los datos del Ministerio de Interior en las cárceles españolas hay 76.756 reclusos2. De ellos, más del 20% están en prisión preventiva (16.251 personas) y el 35% son extranjeros. Casi el 92% son hombres, frente al 8% de mujeres, de las cuales un 85% son madres2.
Una sociedad depresiva, un ser humano miope

La sociedad actual está aquejada de una profunda crisis de esperanza que los expertos califican como la sociedad depresiva. Estamos apesadumbrados. Y la recesión, el paro, la inseguridad, el individualismo no son razones suficientes para explicar este abatimiento de ánimo. El sentimiento depresivo de la sociedad contemporánea hunde sus raíces más profundas en una crisis de sentido. Hoy, las personas se encuentran, como nunca antes, solas consigo mismas, en una sociedad que les hace creer que pueden decidir únicamente en nombre de su experiencia, de sus exigencias subjetivas. El actual universo cultural nos quiere dar a entender que todo nos es posible, que vivimos en un mundo sin límites y que cada cual puede decidir según sus deseos. La sociedad consumista, por su parte, desvirtúa el sentido de la felicidad haciendo creer que se encuentra en el consumo, la posesión de bienes y la satisfacción inmediata. Favorece una confusión entre la felicidad y el bienestar que no son, obviamente, lo mismo. La conciencia generalizada de crisis es el re sultado de los espectaculares cambios sociales a los que asistimos, de las nuevas formas de relacionarnos, de las ideologías que se desmoronan y hasta de la distorsión del hecho religioso. No es extraño, por tanto, que el ser humano, hoy, se asuma en la más radical vivencia de vacío.
La educación no es neutral

Para transformar la sociedad es necesario formar sujetos críticos y creativos, y para lograrlo, uno de los medios imprescindibles es la educación, no entendida desde el “paradigma tradicional” sino desde una experiencia conformada a partir de un amplio concepto de espacios educativos. Efectivamente, los cambios vertiginosos generados desde finales del siglo XX en el contexto nacional e internacional y en los ámbitos social, económico y político, demandan una educación con capacidad transformadora, que construya personas críticas que desarrollen habilidades, actitudes y destrezas que les permitan, como ciudadanos y ciudadanas, comprender y enfrentarse a las grandes transformaciones actuales e incidir en ellas. Una educación transformadora y crítica parte de la profunda insatisfacción que genera una sociedad injusta, y de la voluntad de cambiarla. La educación no puede considerarse nunca al margen de la sociedad en la que interviene.