Adicciones que matan

La Organización Mundial de la Salud define la droga como toda sustancia que, introducida en un organismo vivo, por cualquier vía, inhalación, ingestión, intramuscular o endovenosa, es capaz de actuar sobre el sistema nervioso central provocando una alteración física y/o psicológica, la experimentación de nuevas sensaciones o la modificación de un estado psíquico; es decir, es capaz de cambiar la percepción, las emociones, el juicio o el comportamiento de la persona y es susceptible de generar en el usuario o consumidor la necesidad de seguir consumiéndola… generando dependencia física o psíquica y produciendo síndrome de abstinencia… y efectos nocivos para el individuo y para la sociedad. Desde este criterio, por tanto, no sólo las drogas ilegales, opiáceos y cocaína pueden ser consideradas drogas, sino también sustancias como el alcohol y el tabaco, sin dejar de lado, por supuesto, las llamadas socioadicciones, o adicciones sin sustancia, como los juegos de apuesta, el uso del móvil o Internet, que pueden ser consideradas como tales.
Eso que llamamos amor

El amor consiste en esto:
Que dos soledades se protegen
Se tocan mutuamente
Y se saludan.
Rainer María Rilke
Dicen que el amor es pura química. Claro que si nos ponemos así, también lo es la felicidad, la alegría, la bondad o la fe. Pienso que éste es un sentimiento tan sencillo y tan complejo a la vez, que la tabla periódica resulta del todo inútil para explicarlo. Pero los científicos insisten. Según han documentado los antropólogos en 147 sociedades humanas, el amor romántico empieza “cuando un individuo comienza a mirar a otro como algo especial y único para, después, sufrir una deformación perceptiva por la que agiganta las virtudes e ignora las sombras del otro”. Y hasta va a ser cierto lo que la sabiduría popular ha mantenido durante siglos y es el tópico de que el amor es ciego, ya que también aquí la ciencia asevera que, efectivamente, “las personas enamoradas pierden la capacidad de criticar a sus parejas de las que son incapaces de ver sus defectos” como asegura la neurobiología Mara Dierssen, investigadora del centro de Regulación Genómica de Barcelona. Para Dierssen, el amor es algo simple: “una adicción química entre dos personas en la que se da, en mayor o menor medida, una serie de circunstancias comunes como la atracción física, el apetito sexual y el afecto.
El futuro ha comenzado

Vivimos en un mundo extremadamente intercomunicado, inmersos en una inmensa maraña de datos. La información –y, en general, el conocimiento– ha dejado de ser privativo de unos pocos. La creciente difusión y consolidación de las tecnologías de la información las han convertido en infraestructuras básicas para la organización de nuestra vida en aspectos tan esenciales como la sociabilidad, el trabajo, el entretenimiento, las necesidades personales, etc. Ellas están presentes en nuestra cotidianeidad de tal forma que en la actualidad el grado de difusión de ordenadores y teléfonos móviles en el conjunto de España supone el 60% y el 91% respectivamente y en la Comunidad Europea en torno al 56% y el 82%.
Recordarán que hace tan sólo unos meses miles de personas se arremolinaban en torno a las tiendas especializadas para poder comprarse un iPhone (el móvil más reciente y completo de la historia de la telefonía, que duplica la velocidad de navegación por Internet, reproduce música mejor que un ipod, con GPS incorporado, se conecta a redes Wi-fi, tiene un software 2.0… y cien mil cosas más…) Yo me pasé por alguna de aquellas interminables colas sólo para ver qué tipo de personas son capaces de dormir tres días en la calle por obtener un aparatito tecnológico que le mantendrá permanente conectado a lo que quiera y cuando quiera. Casi en su totalidad eran jóvenes. Representantes de eso que se ha venido llamando “la generación red”. Para los jóvenes los nuevos espacios digitales son su líquido amniótico, son capaces de procesar ingentes cantidades de información con una inusitada rapidez y la Red es el nuevo útero donde desarrollar su identidad. Encuentran natural el uso del ordenador, del e-mail, de la televisión digital, de los videojuegos y, sobre todo, de Internet, ese mundo paralelo (con sus chats, MSN, SMS, blogs, fotologs, comunidades virtuales, etc.). Castell habla del término tecnosocialidad, para señalar que las tecnologías de la comunicación no son sólo herramientas o dispositivos electrónicos, sino “contextos, condiciones ambientales que hacen posible nuevas maneras de ser”. En innegable que la tarea educativa o de acercamiento a los más jóvenes, si quiere ser eficaz, tiene que confrontarse y dejarse interpelar por estos nuevos espacios y nuevas formas de relacionarse.
La Iglesia que queremos

La Iglesia que queremos no siempre es posible. Por una parte hay que contar con la flaqueza de los y las que nos llamamos creyentes y, por otra, contar con las dificultades que la misma Iglesia institucional genera. Todos estamos de acuerdo en que después del Concilio Vaticano II, a la Iglesia le compete afirmar su dimensión de pueblo de Dios, sacramento de salvación, signo de comunión... Pero la Iglesia sólo existe en configuraciones históricas concretas y para unos esa configuración debe ser como sociedad perfecta, jerárquica y con poder, tal como surgió desde el giro constantiniano, y para otros la Iglesia debe ser la de los pobres, servicial, con una concepción igualitaria, de comunión y pueblo de Dios. Es decir, que coexisten una visión de la Iglesia (la visión más institucional) que considera que su misión es de servicio a la salvación trascendente y espiritual y otra más abarcadora que considera que su misión es la de servir a una salvación más integral, también histórica, social y corporal.
Educar las emociones

Hablar de la “inteligencia” emocional a muchos todavía se les antojará una paradoja. Siglos de conflicto entre quienes defendieron la primacía de la razón o la de los sentimientos lo avalan (estos últimos siempre vistos como seguidores de un rídiculo romanticismo). ¿Pero es que hay una razón completamente pura (con permiso de Kant) o un sentimiento puro completamente?. La razón ha sido siempre contemplada como aquello que nos conduce al seguro puerto de la verdad, o nos aproxima a él, mientras que el universo de las emociones y los sentimientos se presupone preñado de trampas que nos conducen invariablemente al error. Pensadores de todas las épocas no han cesado de advertirnos de los peligros que entrañan las emociones, relegándolas siempre a las habitaciones más lúgubres de la casa. Séneca condenaba las emociones como algo que puede convertir la razón en esclava; Kant las consideraba como una enfermedad de la mente, Spinoza las veía como lo que inclina la razón a la parcialidad… Otros, sin embargo, afinaron mucho más: “Todo nuestro conocimiento tiene su principio en los sentimientos”, dijo da Vinci, uno de los hombres más inteligentes y creativos de la historia humana. “El corazón tiene razones que la razón desconoce”: una contradicción que ya adivinó el riguroso Pascal. Y el severo Auguste Comte, filosofo francés, lo atisbó: “Sólo los buenos sentimientos pueden unirnos, las ideas jamás han forjado uniones duraderas”. Y el angustiado Unamuno, tan circunspecto en apariencia, afirmó: “Hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento… Sentir y pensar brotan de la misma fuente”. Y Carl Jung, pionero de la psicología profunda: “La emoción es la principal fuente de los procesos conscientes. No puede haber transformación de la oscuridad en luz ni de la apatía en movimiento sin emoción”.