
Cartografía del tiempo en época de crisis

La vivencia del tiempo está sometida a continuas trasformaciones; lo que se vivió como un valor a cuidar porque “el tiempo era oro”, se ha devaluado a causa de la sociedad del desempleo que ha condenado al ocio improductivo a una gran parte de la población. El tiempo como promesa, que se orientaba a un mañana mejor, se disuelve a causa de la crisis del crecimiento económico, que expulsa y orilla. El tiempo como oportunidad, que se desplegaba en capacidades, se disuelve a causa del sentimiento de impotencia. El tiempo como final, abierto a la novedad, se convierte en un simple fin de época.
Condenados al ocio
La modernidad es un modo de concebir el tiempo como una sucesión homogénea y cuantificable de instantes en permanente huida. Este tiempo cuantificable, homogéneo y teleológico vivió su apoteosis en el capitalismo industrial y su expresión más pura en la temporalidad del trabajo asalariado. El valor del tiempo moderno se creó a imagen y semejanza del tiempo de la fábrica, mesurable por el reloj; fue capaz de definir las etapas de la vida en referencia al trabajo: la infancia y la juventud son el tiempo que prepara para entrar en la producción; la adultez es la edad de la producción y los ancianos son las vidas desahuciadas del trabajo productivo. La identidad individual y el estatus social se adquieren por el lugar que se ocupaba en el sistema productivo. Incluso el tiempo libre ha estado en función del trabajo: se descansa para reponer las energías. De modo que o hay trabajo, o no hay nada.
En la actualidad, emerge la sociedad del desempleo, traída por el capitalismo financiero que de cada cien dólares dedica sólo dos a la economía real. Asimismo, la deslocalización de la producción lo ha convertido en precario y discontinuo de acuerdo con el principio del mayor beneficio. El pleno empleo se ha ido para no volver a pesar de los discursos oficiales.
El tiempo del desempleado se convierte en un tiempo vacío, sometido al estrés postraumático ¿Cómo ordenar la vida cuando falta la disciplina del trabajo, qué hacer a lo largo de todo el día, cómo garantizar la base material de la vida? Cuando alguien dice de sí mismo “soy un parado”, erosiona definitivamente su identidad personal y social.
Humanizar el tiempo, en este contexto, pasa por establecer la garantía de unos bienes de justicia a través de servicios básicos, y trasformar el trabajo en actividades plurales. Amanece la sociedad de las actividades creativas y socialmente necesarias, en la que el trabajo convencional es una forma de actividad junto a otras muchas, como por ejemplo, el tiempo cívico y la actividad voluntaria, el tiempo familiar y la atención a los mayores, el trabajo autónomo y el compromiso político. No se trata de la disyuntiva “o esto o lo otro” sino de la ilativa “no sólo sino también”.
No se trata de “no perder el tiempo” sino de qué se puede hacer con el tiempo laboralmente perdido.
El futuro como amenaza
Junto al decaimiento del tiempo como valor, asistimos a la crisis del tiempo lineal y ascendente, que conducía hacia un estadio superior de la conciencia y de la sociedad. La ideología del progreso y sus mitos de perfectibilidad convirtió el tiempo en el factor de mejoramiento que empujaba a ir a más y mejor. El pensamiento ilustrado confiaba en que el desarrollo de la ciencia y de la racionalidad traería consigo libertad y bienestar para todos. Bastaría extender esta creencia a todos los ámbitos de la vida social, política y cultural; este ideal ha impregnado la educación, la actividad económica y política, el compromiso social y las expectativas de la vida.
En la actualidad, se disuelve la creencia en un desarrollo ilimitado e insaciable. Hemos pasado del futuro como promesa al futuro como amenaza y preocupación ¿Qué será de mi trabajo? ¿Qué le sucederá a mi hijo tras los estudios? ¿Podré disponer de mis ahorros en la jubilación? ¿Dónde dormirán los desahuciados? El futuro se convierte en una pesadilla. Cuando se oculta o se niega el futuro, se debilita toda iniciativa y perspectiva; y se produce la crisis pedagógica que priva a los padres y a los maestros de autoridad para señalar el camino, prever, anticipar o intuir qué podemos hacer o hacia dónde nos dirigimos, ya que “la categoría del sentido emerge cuando el tiempo se inscribe en un diseño, en el que al final se realiza lo que se había anunciado al comienzo” (Galimberti, 2010).
La humanización del tiempo pasa por recuperar una esperanza con “crespones negros”, como decía Bloch. Una esperanza, que lejos del optimismo de los satisfechos, está de luto y se siente fatigada a causa del sufrimiento evitable ya que la globalización “prepara un mundo sin el molesto ruido de los perdedores. (Appadurai, 2006).
Tiempo e impotencia
El tiempo ha sido un articulador de la libertad que permite elegir la vida que cada uno considera deseable. El tiempo hace del ser humano, en palabras de Rilke, un ser en despedida, o como dice el Papa Francisco, un ser en situación de salida. Lo que instala a los seres humanos en la incertidumbre, ya que no puede garantizar los resultados ni alcanzar sus propósitos.
En la situación actual, todo lo sólido se desvanece y la fragilidad se ha instalado en la realidad social. El tiempo se ha hermanado con la futilidad, contingencia e incertidumbre. Si el tiempo ya no es un valor, ni está orientado hacia algo mejor, el tiempo por antonomasia se focaliza hacia el presente. Estos tiempos vitales no se orientan a un mañana mejor sino a un hoy diferente.
Parece que la situación se nos ha ido de la mano; ya no es el resultado de las decisiones, sino que está sometida a la impotencia de unos poderes anónimos, especialmente económicos y financieros, que impiden la acción política y creadora. El tiempo deja de estar abierto a la decisión y a la libertad para convertirse en destino. Todos los discursos sobre la crisis la crisis para sustraerla de la responsabilidad y convertirla en un fenómeno natural ante el cual poco o nada se puede hacer.
La naturalización de la crisis trae consigo las pasiones tristes de la nostalgia, la inseguridad, la precariedad, la impotencia no sólo como sentimientos individuales, sino como estados de ánimo colectivo, que genera una grave impotencia que lleva a la resignación, justifica el abandono, e impide la reflexión crítica. “Una vez más el mundo se convirtió en una lista irreconciliable de partidarios y detractores, de síes y noes, de seguidores y opositores ante un enemigo ominoso y global” (Judt, 2012). Ese maniqueísmo colérico sigue acompañando la crisis actual.
Fin de época y el tiempo penúltimo
Cuando el tiempo deja de ser un valor, una promesa y una oportunidad, se crean las condiciones apocalípticas para propugnar el fin de época. Forma parte de la experiencia actual del tiempo postular un cambio de época en el modo de gobernar, en los modos de producir, en los estilos de vida. “Nuestra cultura –reconoce Ernesto Sábato– muestra signos inequívocos de la proximidad de su fin… Es un tiempo angustioso y decisivo, como fue el pasaje de los días imperiales de Roma al feudalismo, o de la Edad Media al capitalismo”. El siglo XX se cerró con el veredicto sobre el fin de muchas cosas: el ocaso de Occidente (Spengler), el final de las ideologías (Bell), el fin de la historia (Fukuyama), el fin de la confianza (Peyrefitte), el fin del Estado de Bienestar (Hayek), el fin del sistema social (Luhmann), el declive de lo público (Sennent). Los que sufren la crisis actual no tienen ningún interés por una historia que se prolongue; los que viven las insoportables e hirientes desigualdades locales y mundiales desean el cambio de época.
Hay una utopía positiva inscrita en el proyecto de la modernidad, como tiempo de lo nuevo que emerge en permanente ruptura. El fin ha sido pensado durante siglos a través de utopías positivas; hoy los futurólogos más responsables ni siquiera se atreven a anunciar el fin del capitalismo. Nadie arriesga a pensar positivamente la salida de la crisis sino que se reducen a la utopía negativa, la ruptura, discontinuidad y el decrecimiento.
Queda vivir el tiempo penúltimo, promover nuevos actores y activar nuevos potenciales culturales; pero sobre todo, el tiempo intermedio es, asimismo, un proveedor de indignación: indigna la sumisión de las políticas económicas a las exigencias de los mercados financieros. Indigna el dogma neoliberal por el cual los mercados, por designio divino, suponen el único mecanismo eficaz de asignación de recursos. Indigna que el exceso de gasto público proceda de la socialización de las pérdidas de los poderes financieros. El concierto de indignaciones se sustancia en lo que H. M. Enzensberger identificó como “guerra civil molecular” a escala planetaria. Gracias a la indignación se iluminaron cansancios, se iniciaron caminos y, como dice el filosofo eslavo Slavoj Zizek, produce “una apertura a lo Nuevo” (Zizek, 2011). Decía Ernesto Balducci que “la ciudad planetaria no puede gobernarse del mismo modo que el mundo de la tribu” (2005). O como reconoce el papa Francisco la cuestión hoy es comprender que “la Iglesia tuvo respuestas para la edad infantil pero no la tiene para la edad adulta.” ©
REFERENCIAS CITADAS
- APPADURAI, A (2006): El rechazo de las minorías. Ensayo sobre la geografía de la furia. Barcelona, Tusquets
- BALDUCCI, E. (2005): L’uomo Planetario, Firenze-Milano, Giunti Editori.
- GALIMBERTI, U. (2010): I miti del nostro tempo. Milano, Fertrinelli.
- JUDT, T. (2012): Pensar el Siglo XX. Madrid, Santillana.
- ZIZEK. S. (2011): El violento silencio de un nuevo comienzo, en El País, 17 noviembre de 2011.
Joaquín García Roca
Universidad de Valencia

El tiempo, una cuestión siempre abierta
El monográfico de éste número trata de definir, medir y pesar aquello que se nos escapa entre los dedos como granos de arena: El tiempo. En toda su amplitud, desde la perspectiva metafísica hasta la social, cultural y humana. Encuentre una fotografía de cómo pasa el tiempo a través del ser humano.
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