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Ética y ecología

Escrito por: Tomás Domingo Moratalla
Julio - Agosto 2012

De la experiencia de fragilidad a la exigencia de responsabilidad

Los problemas ecológicos inundan los medios de comunicación; multitud de campañas buscan el desarrollo de una mayor “conciencia ecológica”. Los temas de ecología están presentes en el espacio público, en la opinión pública; son temas que nos ocupan y preocupan, pero ¿sabríamos dar cuenta de esta preocupación? Es decir, ¿por qué esta urgencia ecológica? ¿por qué esta necesidad de conciencia ecológica?

Caer en la cuenta de las razones de nuestra preocupación es muy importante para que la sensibilidad ecológica no sea sólo “flor de un día” sino una actitud permanente. Por otra parte sólo teniendo presentes las razones de nuestra preocupación podemos orientar y fundamentar nuestra acción. Esta es la tarea precisamente de la reflexión ética.

La fragilidad de nuestro mundo

Para vivir, el ser humano necesita relacionarse con lo que le rodea, con el mundo, con la naturaleza. La naturaleza ha sido un lugar de provisión, aquello que encontrábamos para nuestro dominio y supervivencia. El progreso de nuestra civilización occidental se ha basado en esta idea. La naturaleza está “ahí” para nosotros. Para fundamentar esta concepción de la naturaleza como recurso podemos acudir a la tradición judeo-cristiana con su mandato de “creced, multiplicaos y dominad la tierra” y a la tradición griega, quizás simbolizada perfectamente con el mito de Prometeo. Ambas tradiciones se han unido y potenciado mutuamente en la época moderna; el nacimiento de la ciencia moderna en los siglos XVII y XVIII –pensemos en Galileo y Descartes– se ha orientado con esta intención de ser “dueños y señores de la naturaleza” (El discurso del método). La ciencia, saber teórico, se ha convertido en tecnología para dominar la naturaleza cómo nunca antes se había imaginado. Nuestra relación con la naturaleza se ha forjado durante siglos en esta actitud de dominio.

El desarrollo moderno de la ciencia y la tecnología, y paralelamente el desarrollo de nuestra relación con la naturaleza, se ha basado este carácter “instrumental” de la técnica y, al mismo tiempo, en la neutralidad de la ciencia. La tecnología (y la ciencia) es una simple herramienta, y su bondad y maldad dependerá del uso que se haga de ella. Lo único que hay que hacer es ser conscientes de lo que estamos haciendo y controlar los usos, para que no se conviertan en abusos. ¡Demasiada ingenuidad! La tecnociencia actual, la forma de relacionarnos con la naturaleza, no es así. Tiene en su entraña un imperativo que es: aquello que se puede hacer debe hacerse; es un “imperativo tecnológico”. La técnica moderna es muy diferente a la técnica de los siglos anteriores, básicamente porque: 1) tiene efectos ambivalentes y es muy difícil determinar los usos correctos o incorrectos de una determinada técnica; puede haber usos correctos, hechos con muy buena intención a corto plazo, pero perjudiciales y dañinos a la larga; 2) es automática en su aplicación; la relación del hombre con su técnica actualmente no es la de quien posee, por ejemplo, una capacidad y puede dejar de usarla (el que sabe montar en bicicleta puede ir en bicicleta o no), sino la de quien posee una capacidad que no tiene más remedio que utilizar (por ejemplo, la relación entre el poder respirar y el tener que respirar); de ahí, que la técnica nos haga en muchas ocasiones “esclavos”, por su propia autonomía y dinamismo propio; y 3) accede a dimensiones globales en el espacio y en el tiempo; la técnica no sólo afecta al aquí y al ahora, sino que los resultados y consecuencias implica al mundo entero y condiciona la vida de las generaciones futuras.

Así hemos convertido nuestro mundo en un mundo frágil. Quizás sea ésta la categoría que mejor lo define, y no es una fragilidad constitutiva, sino producto de nuestro hacer humano en él. La naturaleza se ha convertido en realidad frágil por acción de nuestro propio poder. Esta es la experiencia que subyace a la conciencia ecológica. ¿Y qué hacer ante esta fragilidad del mundo? ¿qué hacer con este “poder en nuestras manos”? Básicamente, y un tanto reductivamente, me atrevería a hablar de tres actitudes posibles, cada una de las cuales las representaría con una figura simbólica: Prometeo, Frankenstein y Hermes.

a) Prometeo, tecnofilia. En primer lugar, podríamos pensar que los problemas ecológicos, que los problemas derivados de nuestro dominio de la naturaleza, tienen una solución científico-técnica; es decir, lo que necesitamos es sólo más y mejor tecnología; nuestro dominio es insuficiente y tenemos que dominar más y mejor; la ciencia y el conocimiento nos traerán por sí mismos una vida mejor, y acabarán por resolver todos los problemas, también los ecológicos. Prometeo, que adopta hoy en día muchos rostros, nos dice que hay que amar la técnica (nombre genérico de nuestra relación con la naturaleza) porque en ella está nuestra felicidad y posibilidad de superviviencia. La respuesta a la fragilidad del mundo es por tanto mayor desarrollo tecnocientífico, mayor dominio de la naturaleza.

b) Frankenstein, tecnofobia. La segunda imagen simbólica que puede ilustrarnos sobre otra reacción posible ante la fragilidad del mundo que nosotros mismos hemos producido es la de Frankenstein. Hemos creado “algo”, que como al doctor Frankenstein, se nos escapa de las manos, se nos va del control y se revuelve contra nosotros. Esto nos lleva a odiar la tecnología, odiar nuestra creación, y añorar un mundo natural, no técnico, no contaminado, donde el ser humano pudiera vivir feliz, donde el mundo no fuera frágil y nuestra supervivencia no corriera peligro. La respuesta a la fragilidad del mundo, y así también a los problemas ecológicos, es la añoranza de una naturaleza no contaminada y el odio a nuestra tecnología.

c) Hermes, tecnoresponsabilidad. Hermes es el mensajero de los dioses; Hermes es, en el relato platónico del mito de Prometeo, el encargado de llevar la sabiduría política y ética a los seres humanos. Hermes es el encargado de la mediación, de llevar el mensaje de
unos a otros, es decir, de interpretar, por eso también es el símbolo de la hermenéutica (saber y arte de la interpretación). La clave no está ni en amar la tecnología, y confiar ciegamente en ella, ni en odiarla, y pensar que es origen de todos los males. Ni podemos prescindir ya de la tecnología, de nuestro dominio sobre el mundo, pues somos y no podemos dejar de serlo “animales tecnológicos” -y no hay ningún “paraíso perdido”-; ni tampoco podemos pensar, ingenuamente, que los problemas se vayan a resolver con mayor tecnología -de hecho el aprendizaje al que nos ha sometido el siglo XX es muy distinto-. Ante la fragilidad del mundo la única solución posible es el ejercicio de la sabiduría responsable, que busca armonizar nuestra vida, que no puede dejar de ser tecnológica, con la supervivencia de nuestra especie, y la supervivencia también de una determinada imagen de ser humano y de vida humana. Frente al optimismo de Prometeo y el miedo de Frankenstein, la actitud adecuada pasa por el cuidado de nuestro mundo, de nuestra naturaleza: ¡bienvenido sea Hermes!

Un nuevo paradigma: la responsabilidad

El siglo XX ha sido uno de los más desastrosos para el medio ambiente en la historia de la humanidad, sin embargo, paradójicamente, también ha dado origen a la “conciencia ecológica”, es decir, a la nueva cultura de la conservación de la naturaleza y la biosfera. Viendo el potencial destructivo del ser humano, nos hemos hecho conscientes de la importancia de conservar el planeta en que vivimos. La fragilidad del mundo a la que antes me refería exige de nosotros una nueva actitud que vaya más allá de posiciones ingenuas de afirmación o negación de la tecnología (¡y la mayoría de las posiciones ecologistas o antiecologistas no pasan de ahí!). Para hacer frente a la fragilidad del mundo necesitamos una nueva ética. La ética anterior, pensemos por ejemplo en Aristóteles o en Kant, por citar dos figuras excelsas de la reflexión ética, es insuficiente para pensar esta experiencia de fragilidad; la ética antigua no tiene recursos, pues es una ética pensada para las relaciones con los otros, relaciones establecidas en el cara a cara, llegando, como mucho a un nivel nacional o supranacional; y, por otro lado, la ética antigua siempre dio por supuesta la continuidad de la  vida humana y la continuidad de las condiciones mundanas que la hacen posible.

Esta nueva ética, capaz de hacer frente a los problemas ecológicos (a la fragilidad de nuestro mundo), es la ética de la responsabilidad. Todo poder conlleva una gran responsabilidad. Nuestro poder, nuestro dominio de la naturaleza, puede conducir a su destrucción; necesitamos, diría, no rechazar el poder, como dicen las posiciones ecologistas más ingenuas, sino “mayor poder”, pero no más poder tecnológico, como dicen muchas posiciones antiecologistas, sino un poder sobre nuestro poder; este poder sobre nuestro poder es la responsabilidad. Así se constituye la responsabilidad en un nuevo paradigma en ética y viene exigido por nuestro propio mundo, mundo frágil.

Puede servir como ejemplo de esta nueva ética, de este nuevo paradigma el tema de las “generaciones futuras”. Los problemas del medio ambiente no se restringen a un ámbito concreto sino que tienen dimensiones planetarias, globales. Además, se plantea la necesidad de analizar la perspectiva de futuro: las acciones que ahora llevemos a cabo no quedan limitadas al momento presente, sino que tienen repercusiones en el futuro. Por ello la actitud de “cuidado” cobra una dimensión nueva: no sólo debemos asumir lo que hicimos en el pasado o hacemos en el presente, sino que también debemos preocuparnos por las consecuencias que tendrán nuestros actos. Esta “actitud de cuidado” extendida más allá del aquí y del ahora es la responsabilidad.

Me gustaría terminar esta breve reflexión mencionando a Hans Jonas (1903-1993), el filósofo contemporáneo que más y mejor nos ha hecho pensar en estos temas de ética ecológica bajo el paradigma de la responsabilidad. Llegó incluso a proponer su ética bajo la forma de un imperativo, de un deber, como hiciera siglos atrás Kant. Conviene pensar detenidamente su propuesta y evaluar los deberes que en ella están implicados:

Un imperativo que se adecuara al nuevo tipo de acciones humanas y estuviera dirigido al nuevo tipo de sujetos de la acción diría algo así como: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”; o, expresado negativamente: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida»; o, simplemente: «No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra»; o, formulado, una vez más positivamente: «Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre». (Hans Jonas, El principio de responsabilidad)

Una vez que hemos sentido la experiencia de fragilidad, ¿podemos negar la exigencia de responsabilidad? La responsabilidad (prudencia o sabiduría práctica), es la llamada no ya a conseguir un mundo mejor sino a conseguir que nuestro mundo siga siendo un mundo humano, o, al menos, siga siendo mundo. ©


Tomás Domingo Moratalla

Profesor de Filosofía moral. Universidad Complutense de Madrid


 

 

Ecología y consumo responsable

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