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El dolor no enseña siempre

Los antiguos poetas de Grecia, hombres inspirados, describían nuestra existencia con una serie de rasgos entre los que no solían olvidar, como si éste los resumiera todos por fin, el de el ser que aguanta. No nos atribuían inteligencia, ni práctica ni teórica; tampoco nos concedían potencia para llevar a cabo nuestros planes; menos aún, vida sin fin. Pensaban, más bien, de nosotros que somos soberbios y que la soberbia nos ofusca, y que somos supersticiosos, crueles, avariciosos.

Los antiguos poetas no hacían del ser humano un retrato halagüeño, pero, al menos, no tenían más remedio que admirar la capacidad de aguante de este pobre habitante de la tierra. Y cuando la consideraban, comprendían que había sólo un mal al que no habríamos podido resistir y que por eso, con un asomo de piedad, quedó sin escapar de la caja de Pandora: la espera. No la esperanza, el bien de la esperanza; sino la espera, el mal terrible de la espera. O sea, el saber a ciencia cierta, desde cualquier punto de la vida, lo que nos aguarda en el porvenir. Si incluso esta desgracia nos hubiera sobrevenido, habríamos, hace mucho, muerto todos.

Afrontar lo inesperado 

Sólo de la sorpresa vive, pues, la persona: de hallar lo inesperado y tener que afrontarlo ya mismo. Parece que es dura esta situación, pero, en realidad, resulta infinitamente más suave que la que se seguiría de eliminar la improvisación maravillosa con la que los sucesos nos llegan. De aquí que los estoicos propusieran que la sabiduría y la virtud consisten en intentar sospechar todos los males que aún nos pueden ocurrir, para irnos ejercitando en la respuesta apropiada, si es que al fin se presentan. Que el ser que aguanta pase a convertirse en invulnerable, en imperturbable, aunque lo asalten un tsunami de desgracia o una pleamar de felicidades y buenas suertes. A lo que añadían que tener la oportunidad de volvernos invulnerables es estar en una posición más elevada, en la escala de los seres, que los viejos dioses míticos: la virtud arduamente conseguida es mucho más sabia (no sólo más meritoria) que la que se posee por naturaleza.

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Imágenes del dolor

Sin duda, el ser humano es una especie curiosa en su doble sentido de “digna de interés” y en cuanto incansablemente “husmeadora”. Este carácter buscador le ha permitido ir pergeñando un edificio científico-filosófico complejísimo –dificultad que redunda en mayor fragilidad– basado en verdades ora encontradas, ora construidas que “exigen” a la sabiduría adentrarse en una terra ignota que se le resiste testarudamente. Este proceso en apariencia tan lineal –y del que no nos apercibimos pues en él nacemos– está atravesado por una incongruencia ya que dicho constructo que persigue verdades circunda las cuatro obviedades básicas, a saber: que el ser humano nace, muere, es-con-el/lo-otro y siente dolor. La sencillez de estas afirmaciones hiere nuestra soberbia cognoscitiva y no resulta extraño que carezcan de interés para determinadas ciencias de vanguardia y sean esas “migajas” que se dejan para “entretener” a las disciplinas secundarias (entre ellas, la filosofía).

Nacer es un acto que nos trasciende ya que, propiamente hablando, nos nacen, escapa de nuestras manos el ser “hijo/a de X” y cualquier cuestionamiento es un a posteriori banal. Asunto bien diferente es la muerte, pues aunque estamos “condenados” a ella, nos negamos a incorporarla a nuestra cotidianeidad y no faltan retóricas que nos zafen de mentarla ni una amplia gama de productos/técnicas-“milagro” que nos hacen creer en que podemos burlarla. Esta pugna contra el hecho natural del óbito acontece en el seno de lo social, i.e., en el estar- con-el-otro ser humano sin cuya presencia no seríamos lo que somos en la medida en que su mirada nos modela al tiempo que la mía hace lo propio con su ser. Nuestra vida es como una rúa empedrada en el que cada uno coloca un adoquín creando un hueco para que el otro deje el suyo. Y en esta calle de doble sentido nos topamos con el dolor, bien en su forma física, bien en su modo afectivo (la pena), quejidos y suspiros con los que tendremos que habérnoslas conjuntamente. Pero, ¿cómo podemos saber de aquéllos?, ¿cómo los compartimos si parecen lo más íntimo?, ¿cómo los reconocemos allende nuestra piel? Las siguientes líneas intentarán desentrañar cuanto menos la punta de este profundo iceberg.

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Para qué sirven las cumbres del medio ambiente

Con la clausura de Río+20, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible, son ya cuatro los encuentros internacionales al más alto nivel que se han celebrado en los últimos cuarenta años. Conocer el contenido y los temas que se trataron en las mismas nos servirá para comprobar si estas reuniones son un éxito, un fracaso y si todavía tienen un futuro prometedor.

Dando un salto en el tiempo, hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando convencidos de que el futuro de la humanidad estaba aún por determinar y que todavía era posible evitar las actuales y previsibles catástrofes resultado del egoísmo humano o de equivocaciones debidas a la forma de gobernar el mundo, un grupo integrado por más de 100 personalidades de los campos de la diplomacia, la industria, académicos y la sociedad civil de distintos países se reunieron en abril de 1968 en una casa de campo de Roma. Allí discutieron sobre el consumo de recursos ilimitados en un mundo cada vez más interdependiente. Propusieron un nuevo orden mundial y sentaron las bases del Club de Roma.

Dos años después, se legalizó esta institución y en 1972 produjeron el Primer Informe Meadows del Club de Roma sobre Los límites al crecimiento, actualizandolo después en varias ocasiones: en el año 1992 bajo el título Más allá de los límites del crecimiento y en 2004 con el título Los límites del crecimiento: 30 años después.

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Dolor y sociedad

El dolor es un tema esquivo: visitante indeseado, su memoria es amarga, preferimos olvidar. Y si ensayamos ante él una postura que quiere ser “objetiva” al contemplar los dolores… ajenos, exhibimos una “admirable” –y excesiva– tolerancia. ¿Cómo calibrarlos con justicia?

Y sin embargo, el dolor ocupa un lugar de peso en la Historia del ser humano –aunque vaya enmascarado bajo nombres de generales ilustres y guerras victoriosas–.

En esa siempre posible “historia del dolor” hay una punzante pluralidad de formas: se sufre de diferentes modos en diferentes culturas. Y en una misma sociedad, el dolor es mutante y adquiere rostros cambiantes con la deriva del tiempo.

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Ética y ecología

De la experiencia de fragilidad a la exigencia de responsabilidad

Los problemas ecológicos inundan los medios de comunicación; multitud de campañas buscan el desarrollo de una mayor “conciencia ecológica”. Los temas de ecología están presentes en el espacio público, en la opinión pública; son temas que nos ocupan y preocupan, pero ¿sabríamos dar cuenta de esta preocupación? Es decir, ¿por qué esta urgencia ecológica? ¿por qué esta necesidad de conciencia ecológica?

Caer en la cuenta de las razones de nuestra preocupación es muy importante para que la sensibilidad ecológica no sea sólo “flor de un día” sino una actitud permanente. Por otra parte sólo teniendo presentes las razones de nuestra preocupación podemos orientar y fundamentar nuestra acción. Esta es la tarea precisamente de la reflexión ética.

La fragilidad de nuestro mundo

Para vivir, el ser humano necesita relacionarse con lo que le rodea, con el mundo, con la naturaleza. La naturaleza ha sido un lugar de provisión, aquello que encontrábamos para nuestro dominio y supervivencia. El progreso de nuestra civilización occidental se ha basado en esta idea. La naturaleza está “ahí” para nosotros. Para fundamentar esta concepción de la naturaleza como recurso podemos acudir a la tradición judeo-cristiana con su mandato de “creced, multiplicaos y dominad la tierra” y a la tradición griega, quizás simbolizada perfectamente con el mito de Prometeo. Ambas tradiciones se han unido y potenciado mutuamente en la época moderna; el nacimiento de la ciencia moderna en los siglos XVII y XVIII –pensemos en Galileo y Descartes– se ha orientado con esta intención de ser “dueños y señores de la naturaleza” (El discurso del método). La ciencia, saber teórico, se ha convertido en tecnología para dominar la naturaleza cómo nunca antes se había imaginado. Nuestra relación con la naturaleza se ha forjado durante siglos en esta actitud de dominio.

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A propósito de la fenomenología del dolor

También el dolor se dice de múltiples modos, se presenta de maneras muy diversas, adopta aspectos heterogéneos. Tantos que parece imposible su reducción a un único tipo básico o su dependencia genérica respecto de una forma fundamental que el pensamiento pudiera aprehender con ayuda de un solo concepto abarcador. Pero, por otra parte, en esta multiplicidad, en su dispersión prolífica, los muchos tipos de dolores tampoco llegan a fracturar una poderosa unidad de sentido, una inmediata afinidad interna entre ellos, que reaviva el interés del pensamiento por habérselas con el dolor.

Hay, en efecto, por lo pronto, el dolor del cuerpo, o los múltiples dolores del cuerpo, pues todo miembro, zona, punto de mi carne parece susceptible de suscitarlo, como si la vulnerabilidad de cualquier parte de mi cuerpo fuera condición de su pertenencia a la integridad somática. Tal como se advirtió desde antiguo, hay incluso órganos corporales de cuya existencia llego a enterarme por su inesperada e ingrata aparición dolorosa. Pero hay también el dolor del alma o del espíritu, o, si se prefiere, los muchos dolores de la existencia, que hacen presa en el ánimo y que la afectividad soporta. Las decepciones y fracasos, las pérdidas y rupturas, la culpa, los desgarros interpersonales, duelen, y la expresión no es aquí metáfora. Las penas producen en el yo, en la persona, parecido daño, y con parecida fuerza e imperio, a las que la migraña o la artrosis traen sobre el cuerpo: lesionan a la persona, desgarran su biografía, hieren al yo, como si él mismo tuviera carne. Tan diversas como son ambas esferas a este respecto: la corporal-somática y la anímicaafectiva- existencial, ambas se hallan estrechamente emparentadas, al punto de que el sufrimiento prolongado del cuerpo suele alterar, para mal, para pena, las condiciones personales de la existencia, mientras que, al revés, el sufrimiento del ánimo o del ánima da en somatizarse en forma de padecimientos corporales.

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El ecologismo y los movimientos ecologistas

En Europa y en España

Según la Real Academia Española de la Lengua, Ecologismo es el “Movimiento sociopolítico que, con matices muy diversos, propugna la defensa de la naturaleza y, en muchos casos, la del hombre en ella”.

El ecologismo es el activismo de la ecología, constituye un movimiento cívico que pretende aplicar los conceptos ecológicos al cuidado del ambiente y que busca un modelo de sociedad donde las personas puedan vivir en plena comunicación con la naturaleza y los demás seres humanos.

Es la última ideología incorporada a las preocupaciones de una sociedad que ha visto cómo los recursos naturales se han ido explotando en los últimos tiempos y cómo ha descendido la biodiversidad del Planeta. El ecologismo surge como una nueva forma de hacer política que toma como eje central el desarrollo sostenible.

Consideran muchos autores que el ecologismo tiene además de una dimensión ideológica, una magnitud económica; lo que permite que la tomen como propia muy diversas ideologías políticas como los grupos de izquierda o incluso los grupos anarquistas. Es en los años sesenta cuando algunos grupos extraparlamentarios reaccionan contra el capitalismo y se desmarcan del socialismo existente en esa década para comenzar a desarrollar un conjunto de nuevas ideas que irán dando forma al movimiento ecologista.

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