
Manejo emocional ante el dolor ajeno

Entendemos como ‘dolor’ la experiencia sensorial subjetiva, generalmente desagradable, que pueden experimentar todos aquellos seres vivos que disponen de un sistema nervioso. Se trata de una experiencia asociada a una lesión en los tejidos internos o externos del cuerpo, o sentido como si tal lesión existiera. El dolor puede ser agudo o sordo, intermitente o constante. Se puede sentir dolor en algún lugar del cuerpo, como la espalda, la cabeza o el estómago, o sentir dolor generalizado, como los dolores musculares durante una gripe o proceso oncológico.
La función del dolor es señalar al sistema nervioso que una zona del organismo está dañada, y por tanto, se trata de una situación que puede provocar una lesión grave. Esta señal de alarma desencadena una serie de mecanismos cuyo objetivo es evitar o limitar los daños, así como alejarnos físicamente de la situación dañina. Cuando sentimos dolor, se desencadena una secuencia de acciones a nivel neuronal cuyo objetivo es hacer frente a la agresión y eliminar el dolor. Si el propio organismo no es capaz de solventar las lesiones, y por tanto, calmar el dolor, se recurren a tratamientos médicos, farmacológicos, psicológicos, naturales y homeopáticos, entre otros, para ayudar al organismo a recuperar la homeostasis.
Dolor y sufrimiento
Aunque socialmente se utilicen indistintamente, existe una diferencia significativa entre el dolor y el sufrimiento. Ambos hacen referencia a experiencias subjetivas, pero así como con el dolor existe un componente real, un aspecto físico dañado que puede traer consecuencias nefastas a nivel fisiológico, el sufrimiento es la interpretación subjetiva que hacemos de tal dolor, o de cualquier circunstancia que nos sucede en la vida. Según Lazarus y Folkman, cuando sentimos que las amenazas que tenemos en nuestra vida, ya sean reales o imaginarias, son más grandes que los recursos que contamos para hacerles frente, aparece el sufrimiento. El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional. Sin embargo, estudios recientes afirman que el recuerdo del dolor físico se debilita con el paso del tiempo, mientras que el dolor emocional puede revivirse a través de su recuerdo. No manejar adecuadamente las experiencias de sufrimiento pueden provocar más dolor de lo que pensamos. El sufrimiento prolongado, aunque sea opcional, destruye la calidad de vida y puede quitar las ganas de existir, llevando a algunas personas al suicidio.
Las expresiones de dolor y sufrimiento pueden ser variadas, y van desde el llanto contenido al llanto desbordado, desde la introversión a la necesidad de estar rodeado de gente y expresar el dolor, desde el abandono personal al cuidado extremo. Todo ello depende de
los aprendizajes aprehendidos hasta el momento, de las creencias que tengamos respecto a la expresión del dolor, así como del tipo de dolor e incluso del interlocutor o espectador que tengamos delante de nosotros. Algo que sí solemos hacer todos los seres humanos es tocarnos la zona dolorida con la mano, pues investigaciones recientes afirman que de este modo logramos reducir el dolor, no siendo igual de efectivo si es otra persona la que nos toca la zona afectada. Esto se debe a que el cerebro entiende el cuerpo como un todo, y trata de reestablecer el equilibrio de cuerpo de este modo. Curiosamente lo conseguimos.
Para aliviar el dolor, la OMS propone una escala de fármacos analgésicos, que van de menos potencia a más, en función del tipo de dolor: leve, moderado o severo. Sin embargo, existen infinidad de recursos para aliviar el dolor y cada persona, desde el autoconocimiento y las creencias que tiene, aplica unos u otros. No podemos olvidarnos en este punto la importancia del efecto placebo, conocida como la capacidad curativa de un agente terapéutico que no produce ningún efecto farmacológico, aplicable también en el plano emocional. Puesto que a nivel emocional también buscamos aliviar nuestro sufrimiento y lo hacemos de muchos modos: buscando el desahogo, lloros, retraimiento, verborrea, realizando ejercicio, comiendo, dejando de comer, yendo al psicólogo, con la ingesta de alcohol… Al igual que sucede con el manejo del dolor, se trata de un aprendizaje y, dependiendo del recurso curativo que elijamos, tendremos mejores resultados, nos ayudarán a adaptarnos mejor al sufrimiento y al dolor y, por último, a superarlo. Y otros tratamientos, sin embargo, harán que se enquiste o no se cicatrice bien la herida física o emocional.
Manejo del dolor ajeno
Dos son las posturas que suelen darse ante el dolor ajeno: una es la de sobreimplicación y sufrimiento, y otra de distanciamiento físico y emocional. La primera se caracteriza por una extrema empatía con el doliente, desde su vertiente más desadaptativa, que impide ayudar al otro y ser un soporte para él. Centrándose en el sufrimiento que le provoca su propio dolor, la persona puede alejarse emocionalmente del doliente, pues el sufrimiento propio se tolera y maneja mucho mejor que el ajeno. La segunda tiene que ver con el sentimiento de incapacidad de no saber qué hacer en la situación, así como un intento de evitar el sufrimiento. Y ante tal creencia de incapacidad, de no querer hacer más daño al otro con los propios sentimientos o palabras, la persona se aleja de la persona doliente.
Ambas posturas revelan la dificultad a la hora de manejar las emociones ajenas, así como la imposibilidad de controlar la situación y, por consiguiente, un sentimiento de frustración, rabia e impotencia. Pero, ¿son esas las únicas dos posturas que podemos adoptar ante el dolor ajeno? ¿Ayudan esas posturas al doliente? ¿Y a nosotros mismos?
Aprender a manejarnos con el dolor, por el doliente y por nosotros mismos
Ante el dolor del otro es bueno pararnos a pensar y descubrir quién va a ser nuestro foco de atención, si el doliente o nosotros mismos, o ambos. Pues es posible ayudar al otro a llevar y superar su dolor ayudándonos a nosotros mismos en ese proceso, cuidándonos emocionalmente y teniendo en cuenta nuestros sentimientos, sin alejarnos ni sobreimplicarnos.
Por otro lado, saber que la calidad de la relación con el doliente puede afectar no sólo en las respuestas emocionales de este, sino también en la conducta y evolución médica, la adherencia al tratamiento y, en definitiva, a su recuperación, puede hacernos darnos cuenta de la importancia que nuestras acciones pueden tener sobre su dolor y su sufrimiento. Contar con el apoyo adecuado en momentos difíciles y sentirse querido y apoyado durante este proceso es uno de los puntos más importantes de la evolución del dolor. Existe una relación directamente proporcional entre el estado de ánimo y sistema inmune (y viceversa). Así pues, desarrollar estrategias para el bienestar emocional del doliente, también desde el apoyo social, hará que sus defensas puedan combatir mejor el dolor y el sufrimiento.
Empatía relacionada con la percepción del dolor ajeno
La empatía es una destreza emocional y se define como la capacidad de ser conscientes, apreciar y comprender los sentimientos de los demás. Es la habilidad para entender las necesidades, sentimientos y problemas de los demás, poniéndose en su lugar, y responder correctamente a sus reacciones emocionales.
Todos los seres humanos nacemos con la destreza emocional de ser empáticos; un claro ejemplo de ello es la reacción en cadena que se vive en las salas de postparto cuando un bebé empieza a llorar, y el resto, al oírle, llora también. Se trata, pues, de una destreza innata que podemos desarrollar con el aprendizaje adecuado. Solo las personas que sufren autismo, síndrome de Asperger o determinadas psicopatologías (como la sociopatía) se ven incapacitadas o con enormes dificultades de percibir las emociones y sentimientos de los demás.
Es impensable que una persona que no siente empatía hacia otra pueda percibir el dolor o el sufrimiento del otro, pueda imaginar por lo que está pasando o pueda desarrollar estrategias para solventar y manejar tal dolor.
Desarrollo de la inteligencia emocional
El manejo emocional del dolor ajeno es posible sin sobreimplicarnos y sin alejarnos del doliente; y la inteligencia emocional es esencial para hacerlo. La inteligencia emocional se define como capacidad para reconocer sentimientos propios y ajenos, y la habilidad para manejarlos. Es impensable saber reconocer y manejarnos adaptativamente con las emociones de los demás si no sabemos reconocer y manejar las nuestras propias.
Para manejarnos emocionalmente con el dolor ajeno es primordial aprender a distinguir qué emociones tenemos y qué emoción emerge en cada situación. Existen seis emociones básicas: alegría, tristeza, ira, sorpresa, miedo y asco. Tener la emoción identificada nos ayudará a valorar si la emoción puede ayudarnos en la situación actual de manejo del dolor del otro o, por lo contrario, las emociones que tenemos en ese momento están impidiendo contactar y empatizar con el otro y ayudarle en tal situación. Por ejemplo, una situación de dolor ajeno nos puede provocar impotencia y rabia, y esa emoción puede hacernos buscar una solución para paliar y calmar el dolor, o puede hacer que nos enfademos con el doliente por tener ese dolor. La emoción que aparece ante el dolor del otro per se no es un impedimento en la relación; sí lo puede ser qué hagamos con esa emoción, cómo la controlemos, interpretemos y expresemos.
Una vez conozcamos nuestra emoción y la hayamos manejado de un modo adaptativo, podemos ayudar al doliente a expresar su dolor a través de sus emociones, sin miedo a lo que pueda pasar, sin miedo a su dolor, sin huir de él ni sobreimplicándonos. Es imposible manejar las emociones de los demás, y en especial el dolor y el sufrimiento, si antes no hemos hecho un trabajo interno para conocer nuestras emociones y desarrollarlas adaptativamente.©
Nika Vázquez Seguí
Psicóloga y Máster en Psico-oncología y Psicóloga Clínica y de la Salud

Comprender el dolor
La ayuda en situaciones de catástrofe, el manejo emocional ante el dolor ajeno, el dolor en las grandes religiones, la representación del dolor en el cine, en definitiva, un mosaico de perspectivas con las que pretendemos comprender el dolor.
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