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Mujeres y hombres, ¿los mismos miedos?

Escrito por: Virginia Fernández Aguinaco
Enero - Febrero 2012

Se me ocurrió, al comenzar a pensar en este artículo, que sería bueno hacer una pequeña encuesta entre varones y mujeres. Nada científica pues no contaba con más de diez participantes de cada sexo y además no soy socióloga ni experta. Al menos, me dije, tendré algún dato real… ¿Real? Pues no, por una razón patentada por el “Doctor House”: todos mienten. Y sospecho que ellos más que ellas.

Hay miedos que la mayoría de los varones no reconocerá aunque la encuesta sea anónima y con garantía bajo juramento de que su nombre no aparecerá escrito en ninguna parte. Y hay miedos sentidos por las mujeres y reconocidos con alguna reticencia. De cuáles son esos miedos y en qué son diferentes, trataremos, pese a todo, a partir de esas respuestas.

La encuesta

Constaba de dieciséis ítems que había que calificar de 0 a 5 con la valoración: nada, algo, moderadamente, bastante, mucho, muchísimo. Y los ítems fueron los siguientes: Muerte, Infierno, Enfermedad propia, Enfermedad de alguien cercano (hijo, pareja, padres…) Que me abandone mi pareja, No ser querido (o valorado o apreciado), El paro, El fracaso laboral, Impotencia sexual o frigidez, Hacer el ridículo, El dolor físico, La soledad, Algunos animales, Lo desconocido y misterioso, Las catástrofes naturales, Ser asaltado, Hablar en público, Conducir, Viajar en avión. Se invitaba además, a los encuestados, a que añadieran otros miedos –la lista podría ser interminable– sentidos por ellos o por personas de su entorno.

Como supondrán los lectores, mis encuestados forman parte del círculo familiar o amistoso más o menos cercano, lo cual me ha permitido, en algunos casos, ir más allá –sin llegar al tercer grado por un mínimo de prudencia– y ahondar un poco en ciertos miedos y en sus causas.

Aunque no he conseguido la sinceridad total e incluso puedo sospechar que algunos han mentido con descaro, este experimento, llamémoslo sociológico, me ha dado pretexto para discurrir a mi manera, escasamente científica, y aventurar alguna conclusión, desde luego bastante personal.

Diferentes matices en el mismo miedo

La muerte asusta por igual a varones y a mujeres. Ellos y ellas puntúan alto o muy alto este miedo básico. Un miedo que para algunos está en el origen de la religión y qué, desde luego recorre toda la historia del pensamiento occidental. Santayana dice que un buen proceder para calibrar la fuerza de una filosofía es examinar lo que piensa sobre la muerte. Pero, mucho antes, Sócrates y Platón consideraron la filosofía como meditación y preparación para la muerte. En el diálogo platónico Fedon (Sobre el alma) Sócrates condenado a morir, entretiene sus últimas horas conversando con sus amigos sobre la inmortalidad en la que cree. Esta creencia libera del miedo y así, afirma: “los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos”. También Epicuro se considera liberado del miedo a la muerte aunque por razones bien distintas. Para éste “mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, ya no somos”. Ingenioso pero insuficiente. Porque los seres humanos somos capaces de anticipar y de prever la propia muerte – y por tanto “somos ante la muerte”– y además presenciamos la muerte de otros seres queridos y esto sí es un acontecimiento que afecta muy dolorosamente a nuestra vida.

¿Dónde está la diferencia de matiz? Pues, según mis referencias, para ellos el miedo se fija más en el aspecto del no ser. Una especie de vértigo de la razón producido por la aterradora sensación de vacío experimentada ante la nada. En ellas es más el miedo al dolor de la separación irrevocable: no ver, no abrazar, no estar, en definitiva, con aquellos a quienes se ama.

Claro que unos y otras comparten actitudes si son creyentes. En este caso, el miedo que se reconoce está muy mitigado por la esperanza en otra vida. En los no creyentes más bien la actitud es de huida. No pensar en la muerte, eludir los duelos o hacerlos lo más breves que sea posible. Aquí también encuentro una forma masculina y otra femenina de afrontar las situaciones. Perdonen los varones: creo que las mujeres, generalmente, expresan y verbalizan mejor su dolor y no huyen tanto.

Miedos que no se reconocen

En el item sobre impotencia/ frigidez coinciden mujeres y hombres: lo puntúan en nada o en poco. Es decir, que no hay miedo a, digámoslo así, “fracasar” en los momentos “muy íntimos”. Sin embargo, si se teclea en Google “miedo a la impotencia sexual” nos encontramos con el nada despreciable número de un millón cuatrocientas mil entradas. Cierto que en buena parte de ellas no hay más que paparruchas. Pero debe de ser un asunto al que los varones –y supongo que también las féminas– le dan cierta importancia. Y, según los psicólogos, produce una ansiedad que aumenta el problema. En resumen, resumidísimo: muchos varones tienen este miedo y procuran ocultarlo. ¿Y ellas? Pues no llego a nada muy concluyente. Me parece que no es asunto que esté en el centro de sus preocupaciones ya que haciendo la misma prueba con Google sólo aparecen setenta mil entradas y en las que he podido consultar más bien parece que la frigidez es el resultado de otros miedos o traumas anteriores.

Lo que resulta bastante evidente es que la relación sexual provoca bastantes temores –o por lo menos cierto estado de ansiedad– en la mayoría de las personas. Los antropólogo, psicólogos y demás estudiosos del comportamiento humano aducen múltiples causas, desde atavismos provenientes del modo de vida de los lejanos primates antecesores del homo sapiens, hasta prácticas más o menos perversas de nuestra hipersexualizada cultura, pasando por tabúes, mitos y prohibiciones religiosas. Todo tiene una explicación y quizá la más sencilla sea el miedo a lo diferente, que por cierto, no incluí en los ítems… O a exponerse de forma bastante inerme ante el otro. Una de mis amables colaboradoras, ya fuera de las puntuaciones de la encuesta, me explica: “En realidad no lo sé. Recuerdo que la primera vez, y de esto ya hace bastantes años, estaba temblando. Supongo que tenía miedo al dolor físico, pero también a decepcionar, a meterme en un lío, a quedarme embarazada, a resultar torpe y ridícula. Quería a mi pareja, pero no estaba nada segura de ser correspondida por lo menos en el grado en que me parecía que me estaba comprometiendo yo. Son muchas cosas. Aún ahora –llevamos juntos casi veinte años– a veces siento algo de aprensión o de que él note mucho mi desgana y se sienta herido. Desde luego hay días en los que preferiría salir corriendo…”

¿Y del infierno, qué?

Pues nada, porque resulta que es una creencia –para los católicos un artículo de fe– muy debilitada en nuestros días. Quienes han respondido a mis preguntas manifiestan un miedo muy real a la muerte, pero parecen bastante impávidos ante la posibilidad del juicio y la condena tras aquella. Buena gente, por lo que conozco, o no creen en el infierno o lo creen vacío –sólo sería una posibilidad lógica si se afirma la existencia de un “cielo”– o piensan que, en todo caso estaría reservado para grandes criminales y no para la gente corriente. Lo más curioso es que alguno, cuya formación ha sido católica, admite sin demasiado rubor lo que un confesor escucharía como pecados graves: serias imprudencias al conducir hasta poner en peligro a otros y a uno mismo, alguna pequeña estafa o chapuza laboral no tan pequeña (lo que una conciencia no muy refinada calificaría como robo), relaciones extramatrimoniales… por no hablar, además de las múltiples omisiones en el amor al prójimo, de lo no explicitado pero que salta a la vista: faltar minuciosa y repetidamente a los tres primeros mandamientos. Mi interlocutor manifiesta cierto pesar aunque no percibe que hayan sido ofensas a Dios, sino a quien pudo recibir el daño y sobre todo a su propia dignidad. Ninguna de estas transgresiones, sin embargo, es considerada acreedora de un castigo eterno… Del mismo modo cuando habla de algunos parientes o amigos fallecidos a los que califica de manera muy poco misericordiosa, descarta por completo la posibilidad de la condenación definitiva… Prevalece la idea de un Dios muy condescendiente y de una justicia sólo aplicada en casos muy extremos.

Claro que lo comentado más arriba es la casi confesión de uno y los otros no se han pronunciado, pero tengo la impresión de que es el criterio de los demás. Esto puede no significar gran cosa, dado lo exiguo de la muestra. En todo caso, consulten a su alrededor sobre el temor al infierno. Creo que coincidirá en buena parte con mi apreciación. Y en esto mujeres y hombres me han respondido igual: no hay miedo. La diferencia, que intuyo más que constato, es que para las mujeres la idea de un Dios Padre se compagina mal con el infierno y para los hombres es difícil admitir que sus culpas sean tan graves como para merecerlo, porque cada uno de ellos se ve como “majete”.  Observen porque el matiz es interesante: la opinión en ellas se basa en el otro, es decir en el Otro, en ellos en sí mismos.

Catástrofes cósmicas, el fin del mundo

Estos asuntos tienen en común el formar parte del imaginario de la ciencia ficción. Aquí el miedo es moderado. A fin de cuentas he preguntado a personas más preocupadas por resolver el día a día que por cosas de este tipo. Es verdad que la televisión y los medios nos han acercado extraordinariamente acontecimientos que parecían muy lejanos y que ahora lo son menos. Tsunamis, terremotos, inundaciones, alteraciones en el clima, anomalías en el medio ambiente, contaminación, riesgo nuclear… Pero los que rellenaron mi encuesta poniendo una crucecita en cada puntuación, no están excesivamente impresionados. No se si porque identifican estos fenómenos con el cine de ciencia ficción… Coinciden en que lo importante es el ahora y en que no quieren preocupaciones más allá de llegar a fin de mes. Mucho menos movilizarse o prever de algún modo lo que pueda pasar. “Si tal ocurre –me dice una de las mujeres– o bien nos vamos todos a freir espárragos o bien sobreviven algunos y allá se las apañen”. “¿Y si eres tú una de las supervivientes”. “Pues ya veremos, ahora la catástrofe es que van a subir el impuesto de la vivienda, por si no estuviéramos ya bastante ahogados. ¿No te parezco superviviente con lo que tengo que estirar los euros para mantener a mi familia?” (Le digo que sí, musito una disculpa y me retiro: no habrá más preguntas sobre el particular).

Y si las catástrofes no producen demasiado miedo ¿por qué los medios, sobre todo el cine y la televisión, son recurrentes en esta especie de milenarismo? Pues a lo mejor porque es un género que vende y porque ver catástrofes “de cine” –es decir como imágenes en la pantalla– las distancia lo suficiente como para no considerarlas reales y próximas, incluso cuando se trata de sucesos que están ocurriendo en el momento.

La enfermedad, que en algunos casos es una catástrofe personal, sólo produce miedo cuando se tiene alguna experiencia propia o cercana, tanto en mujeres como en hombres. Hay grados de aprensión y gente más proclive a la alarma ante cualquier síntoma interpretado en términos dramáticos. Pero mis encuestados no son hipocondríacos, así que es un ítem que se queda sin comentario.

El ridículo

Aunque lo niegan o pretenden no darle importancia, a los varones les produce pavor hacer el ridículo –salvo cuando van pasados de copas– y para ellos “hacer el ridículo” es una posibilidad en casi cualquier circunstancia y situación: la relación íntima, el lapsus en una alocución, el quedarse en blanco, el tropiezo en la calle, el demostrar torpeza, o cobardía o indecisión, ser patoso, equivocar una dirección, confundir a una persona con otra… el listado es interminable, pero podría resumirse en una expresión bastante típicamente masculina: “no estar a la altura de las circunstancias”. ¿Les suena? Es favorita de los políticos y de algunos deportistas o aficionados… Tengo para mí que a las mayoría de las mujeres “no estar a la altura de las circunstancias” nos importa un bledo y que hacer el ridículo no forma parte de nuestro motivos de ansiedad o temor… generalmente. Naturalmente, para ellos reconocer este miedo sería otro modo de hacer el temido ridículo, así que no lo puntúan, pero refinando el interrogatorio constato que ellos consideran como ocasiones ridículas muchísimas más que las que aprecian ellas.

Las mujeres a las que he preguntado apenas han apuntado –y con dudas– cosas como “que se rompa la cremallera y se te caiga la falda en público, por ejemplo” y alguna más casi siempre relativa al aspecto físico.

Puede ser un asunto de educación. ¿Han observado esa costumbre, cada vez más extendida, de dirigirse a los niños, hasta a los de guardería, con el término “campeón”? Yo sí y también que no he oído nunca recibir, por ejemplo, a una nena en la escuela infantil con el saludo: “qué tal campeona”. Más bien se les dice “muñeca”, “princesa”, “chiquitina”. Será una elucubración un tanto gratuita, pero parece que de un campeón se espera el triunfo en cualquier actividad y de una muñeca sólo que sea bonita. Según estas expectativas, se comprende que para ellos “estar a la altura” sea muy importante y que para ellas resulte bastante indiferente. Asunto de educación y asunto de cultura, tal vez. La literatura y el cine presentan con frecuencia el tipo del “perdedor”, mientras que rara vez el de “perdedora”. O, a lo mejor, es que la mujer “es” más consistentemente “en sí misma” y el varón “es” “en los otros” en tanto en cuanto es reconocido.

Hay cierta similitud con lo anterior en el tema del afecto o de las relaciones. Mientras que ellos señalan más como motivo de temor el no ser apreciado o valorado, ellas se inclinan por la soledad. Es decir, que ellas prefieren el menosprecio al abandono. Y ellos no toleran –o toleran con mucho sufrimiento– la falta de valoración y el menoscabo de su imagen. Por lo menos es lo que deduzco de estas observaciones un tanto apresuradas.

Otros miedos

Todos, mujeres y hombres, temen a lo desconocido, aunque ellos son más renuentes a reconocerlo. Todos tienen miedo a la oscuridad, los lugares extraños, las amenazas inconcretas… Todos tienen miedo al dolor físico o moral, pero para ellos esto último tiene unos matices que se dan menos en mujeres.

Sin embargo hay un miedo –en las mujeres más llamativo– que es el que producen ciertos animales, especialmente arácnidos, ratones, serpientes… Algunos antropólogos sitúan el origen de esta repulsión temerosa en el cuidado de las crías. Así, las madres desarrollaron un instinto de defensa al comprobar que determinadas picaduras o mordeduras, más que el ataque de grandes fieras, podía producir enfermedad o la muerte en sus retoños. Si no es cierto, es bastante plausible y quien escribe esto experimenta un terror mucho más histérico ante un ratoncillo de campo que ante un doberman, que también da miedo, las cosas como son.

En fin, hasta aquí hemos llegado en este reportaje-miniencuesta, que ha sido un divertimento mucho más que una investigación, espero que sugerente.©


Virginia Fernández Aguinaco

Colaboradora de la revista Crítica - Reportaje -.


 

 

Repaso a nuestros miedos

Repaso a nuestros miedos

¿Qué es el miedo? ¿Cuál es su origen? ¿Son diferentes los miedos de la mujer y del hombre? La construcción social del miedo; El miedo en niños y adolescentes; El miedo desde la perspectiva de la fe; Miedo y pobreza; Miedo y vejez; El cine y el miedo; Miedos cotidianos; El miedo a la muerte, al fin del mundo... En éste monográfico trataremos de dar respuestas a los interrogantes y tratar el miedo desde todas las vertientes.


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